Para la dictadura en Semana Santa no era necesario hacer planes. Los poderes políticos y religiosos programaban la horquilla televisiva para entretener y aleccionar al pueblo. Ni que decir tiene que todo lugar de recreo estaba cerrado y bares y restaurantes casi abrían clandestinamente. La calle era ocupada por las procesiones religiosas de las respectivas cofradías que con pasión y fervor demostraban el alto nivel cristiano de la sociedad que, todos a una, llenaban las calles del gran espectáculo de fe. Como complemento, aperitivo o final de desfile, tocaba misa de aquellas largas no inferiores a una hora si eran de las cantadas. No había alternativa, como quedarse en casa, porque era habitual que el vecindario hiciera vida de calle, había más conocimiento de la vida del barrio y el que no asistía a los actos programados era ojo de las críticas habituales de los más fieles. El miedo al qué dirán era cercano a la denuncia moral o incluso confundida con la denuncia ideológica por sospechas de no ser adicto al régimen. Por lo tanto, y más en zona de vencidos, el silencio y la obediencia eran las actitudes más sensatas. Penitencia.
Tras el cumplimiento, la cadena televisiva nacional premiaba a los fieles con una programación cinéfila, eso sí, con temas muy religiosos. Y, por si no habíamos estado atentos a la educación religiosa ortodoxa, las historias del corpus cristiano made in USA de extenso catálogo nos aliñaban la noche también para evitar malas tentaciones de pensamiento y obra. Como no había otra cosa, la audiencia era alta y fiel. Y así, año tras año, se repetían las películas hasta convertirse en los clásicos de Semana Santa. Como la mayoría eran de buena factura e interpretadas por los grandes actores de la época, adquirimos una cierta cultura de lo que se convirtió en el género del cine religioso. Así teníamos por el lado de Dios, La Biblia desde la creación hasta el éxodo del pueblo judío con Los diez mandamientos como la estrella de la semana. Por el otro lado la vida y pasión de Cristo con Rey de Reyes como el plato fuerte. Si bien eran las películas colaterales las que tenían más seguidores, es decir, las que envolvían la historia del pueblo de Dios o de Cristo con tramas más entretenidas y divertidas. Así el gran clásico por excelencia fue Ben-Hur. Bien pensado no sé si los programadores de la dictadura entendían lo que estaban haciendo, porque en un régimen católico-nacional donde los judíos no tenían buena prensa principalmente por no comulgar con la fe cristiana más seguidora de Cristo que de Dios, resulta que en la parrilla el pueblo judío era el más alabado en las historias de ficción. Quizá por eso la mejor de las películas de la semana dicha era Ben-Hur que hacía que el príncipe judío se convirtiera en un fervoroso seguidor de Cristo. No hay nada más redentor que un converso. Y por eso, era la más repetida.
También hay que recordar la programación de películas de Santos y Santas de todo tipo con el relato de sus vidas ejemplares.
Muerta la dictadura la cosa se fue descafeinando salvo períodos democráticos de poder conservador donde casualmente volvían a aparecer los clásicos de siempre.
Como estamos en uno de estos períodos dentro de los cuales también hay cadenas seguidoras del talante guardián de las esencias morales y religiosas, resulta que vuelven a estar presentes en la parrilla. Afortunadamente ya no hay miedo, aunque haya crisis, por no ser un buen chico y no hacer seguimiento de la fe y nos podemos ahorrar la saturación.
Dicho esto y con la mente libre, algunas de estas películas son recomendables desde el puro punto de vista cinéfilo, por ser grandes producciones con los Star System de la mejor época del cine. Y aún serían mejores si fuéramos personas de fe.
Todavía están a tiempo de ver, sin sospechas de ningún tipo,
Ben-Hur (Wylliam Wyler, 1959), Quo Vadis (Mervyn Leroy, 1951), Los diez mandamientos (Cecil B. De Mille, 1956), La Biblia (John Huston, 1966), Rey de Reyes (Nicholas Ray, 1961), La túnica sagrada (Henry Koster, 1953), El Evangelio según San Mateo (Pier Paolo Passolini, 1964), Francisco, juglar de Dios (Roberto Rossellini, 1950), Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977)
Y para tomar tierra, el musical Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973) y la parodia La Vida de Brian (Monty Python, 1979), .